En la India, el bullicio traspasa murallas. El trasiego de gente es interminable y, para una forastera como yo, miles eran los estímulos que captaban mi atención cada dos pasos. Aceras y calzadas se ven constantemente invadidas por todo tipo de coches, bicicletas y animales que merodean por sus calles ante tu propia estupefacción. Riqueza y miseria se dan la mano en un país que si ya de por sí resulta delirante, como contrapartida, no deja de rezumar espiritualidad. Calcuta, una ciudad enrevesada y hostil, pero fascinante al mismo tiempo. Recordé el maravilloso documental sobre esta ciudad que realizó el director francés Louis Malle, en 1969.
En la India, país espiritual por excelencia, el respeto hacia los animales se halla en la Constitución, que establece que «cada indio debe tener compasión por todos los seres vivos». De hecho, muchos de estos animales son venerados, y está totalmente prohibido matarlos porque se consideran vivas encarnaciones de las divinidades. Así, por ejemplo: el elefante Ganesh, el mono Hanuman, la vaca, enviada del dios Krisna, o la cobra que surgió de la lagrima derramada de Brahma. Pero si bien eso los exime de la muerte, numerosos son los animales que vagan por las calles y callejas de Calcuta, hambrientos, enfermos y buscando cobijo.
Llegué a Calcuta, al inmenso aeropuerto Netaji Subash Chandra Bose, procedente de Qatar, la madrugada del 15 de octubre de 2014. Estaba emocionada por el viaje que acababa de emprender, iba a quedarme un mes y medio en Calcuta para trabajar como voluntaria de las Misiones de la Caridad, institución fundada por la Madre Teresa, y me sentía muy afortunada de poder hacerlo. A mi llegada, la primera impresión fue la densa bruma que envolvía toda la ciudad bajo una atmósfera agobiante, enrarecida y pegajosa. Era consciente de la extrema pobreza y miseria de los habitantes de ese país, pero nada sabía de la realidad de los perros y de otros animales abandonados a su suerte.
En el aeropuerto, me esperaba Prassad, un indio de piel oscura que hablaba un inglés incomprensible. Él me condujo al hotel. Durante el trayecto, mientras atravesábamos la zona de Chowringhee Avenue, se nos cruzó una manada de perros y a punto estuvo de atropellar a más de uno. «¡Stop, Stop! ¡Pare! ¡Deténgase!», le grité espantada. No sabía en qué idioma decírselo para que me entendiera. Prassad frenó en seco y, extrañado por mi actitud, me explicó que en la India era algo habitual que los perros resultaran heridos o murieran atropellados. No se molestó en aclararme nada más. Para mi sorpresa, reparé en que, por mucho que la Constitución estableciera que había que respetar a los animales, para ellos, su despreocupación al respecto formaba parte de una determinada manera de ser, de una filosofía de vida.
Cuando llegué al hotel, quise constatar lo que me había explicado Prassad, y pregunté al personal de servicio si era cierto que muchos perros eran atropellados a diario. «En Calcuta pasa de todo», me respondieron ante mi estupor.
Después de unos días de haberme instalado en la ciudad, al volver de Shishu Bhavan, el hogar para niños de la Madre Teresa, descubrí en la zona del mercado, ocultos entre unos matorrales, una perra con seis cachorros que hurgaban entre los escombros. Estaban heridos y famélicos y, a pesar del reparo que sentí en aquel momento, me transmitieron una lástima inmensa. No sabía qué hacer, pero aun así decidí acercarme. Y lo único que pude constatar fue el temor en sus ojos.
Miré a mi alrededor y observé cómo la gente pasaba indiferente por su lado sin dedicarles ni un segundo de compasión…, ¡como si no existieran! Fui a uno de los puestos cercanos y compré un cuenco de plástico para ponerles agua. Yo no hablaba bengalí, pero traté de explicarles a través de gestos si podían alimentar a aquellos perros si costeaba yo el alimento. Respondieron a mi propuesta con absoluta indiferencia. Decidida, les compré comida y me quedé un rato junto a ellos, sentada en el suelo, observándolos. Deseaba que se restablecieran, pero estaban demasiado asustados y débiles.
Regresé al hotel con el corazón en un puño y pregunté si había alguna protectora a la que poder recurrir en casos así, pero su reacción fue la misma de siempre: extrañeza, perplejidad y asombro. ¡Me miraban como si fuera una extraterrestre! De modo que mientras buscaba a alguien a quien poder dirigirme para que me echara una mano, decidí llevar encima una bolsa con cuencos de plástico, agua y comida. Y procedía siempre del mismo modo: cuando veía perros abandonados, les daba agua y los alimentaba.
Al día siguiente, por la tarde, después del servicio de voluntariado, volví al mismo sitio donde había estado con la perrita y sus cachorros para saber si seguían allí. Solo había dos cachorritos y su madre que, ante mi asombro, dejó que me acercara un poco más. En ese momento pude ver su pelaje lleno de pústulas y pequeñas cicatrices. Me senté a su lado, puse agua y comida en los cuencos, y también les tendí una manta. Me quedé allí un buen rato, sentada junto a ellos, inmóvil, observándolos entre los matojos llenos de escombros. Solo deseaba hacerles compañía. A partir de entonces, todas las tardes fui a llevarles agua y comida. Y al tercer día conseguí por fin tocar a la perra ¡Qué alegría!, pude tocarla y curarle las heridas del lomo y el hocico, dejó que la acariciara, y también a sus cachorros. Y la llamé: Sumita. Y durante diez días seguidos ambas compartimos el afecto. Fueron diez días de cariño y bondad. Pero, una tarde, al volver del voluntariado, Sumita y sus cachorros habían desaparecido. Los busqué por todo el mercado, pero no los encontré. Ahora, al recordarlo, me reconforta pensar que hice todo lo que pude por ella y sus pequeños, y cabe pensar que, quizá ya restablecida, se fuera con sus cachorros a un lugar mejor. Siempre me acordaré de ella.
Mi experiencia con Sumita me marcó profundamente. Debo reconocer que siento una estima particular por los perros; admiro su lealtad incondicional.
Claire, una mujer francesa que conocí en Shishu Bhavan, me explicó que el gobierno subvenciona a las clínicas veterinarias para que desparasiten y castren a los perros callejeros; sin embargo, muchos de estos centros veterinarios se embolsan ese dinero sin ofrecer el servicio acordado.
Han pasado ya unos cuantos años desde aquel 2014, pero, lamentablemente, desde entonces no ha mejorado la situación de los perros callejeros. Pese a que numerosas organizaciones luchan por el bienestar animal, muchos son los animales abandonados que deambulan perdidos por las calles de Calcuta. Sin embargo, y deseo hacer hincapié en ello, en el mundo también hay personas caritativas y compasivas que se dedican a llenar de luz la oscuridad. Una de ellas es Sandip Karan, al que llaman el «doctor de los perros callejeros», secretario de la organización Concern for Environment & Animal Welfare desde 2019, y que acoge a cientos de perros en su casa de Calcuta; o Fátima Gsosh, una mujer que todos los días da de comer a un montón de perros y los protege. También quiero hacer una mención especial a: Animal Rescue&Care Kolkata (www.arckolkata.org) y Pashupati Animal Welfare Society (www.pawsrescue.in), organizaciones sin ánimo de lucro que trabajan incansablemente por el bienestar de los animales en su país. Brindo por todos ellos, sean organizaciones o gente anónima que dedican su tiempo, esfuerzo y dinero para salvaguardarlos. Es preciso tratar bien a los animales para poder estar en paz con nosotros mismos.
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