El Turó Park es uno de los pocos parques que tiene la ciudad de Barcelona, y uno de los más emblemáticos. Se halla en el distrito de Sarriá-San Gervasio. A principios del siglo XX fue un parque de atracciones —de ahí su nombre— en los jardines de la finca de la familia Bertrand-Girona. En 1929, la familia llegó a un acuerdo con el Ayuntamiento y le cedió parte de los terrenos a cambio de poder urbanizar el resto. El Ayuntamiento puso el nombre de Josep Bertrand a una de las calles que circundan el parque. El urbanista y diseñador de jardines Nicolau Marià Rubió i Tudurí se encargó de diseñar el nuevo parque que se inauguró en 1934 y cuyos jardines están dedicados al poeta Eduardo Marquina.
Muchos alcaldes han gobernado Barcelona desde entonces, unos mejores que otros, pero ninguno de ellos ha sido tan nefasto como la señora Colau. No sólo ha infantilizado y parcheado la ciudad de colorines, no sólo ha invadido las calzadas del Ensanche con pedazos de hormigón, donde pretende que los viandantes se sienten a charlar en ellos, no sólo ha convertido sus calles en un scaletrix para las bicis, que siguen yendo por las aceras, sino que, además, ha implantado todo tipo de prohibiciones para los perros y sus dueños. No dudo de que la señora Colau y sus compinches habrán puesto empeño, porque requiere esfuerzo y habrá sido tarea ímproba convertir Barcelona en una ciudad tan sucia, fea y prohibitiva como es ahora.
Ya lo dice con acierto el escritor Javier Marías, que la señora Colau ha convertido Barcelona en una mamarrachada. «Ahora se asemeja a Disneylandia o al Neverland de Michael Jackson, pero en cutre y peor, porque gran parte de las calzadas están pintadas de colorinches. Todo ofrece un aspecto pueril y hortera», señala Marías. «No comprendo cómo los barceloneses no se han echado en masa a las calles para impedir el atropello mayúsculo y la imparable fealdad de su capital tan elegante».
Qué lejos quedan aquellos tiempos de Pascual Maragall, de apertura, internacionalización y entusiasmo, y del que tan poco ha aprendido el actual consistorio barcelonés. La señora Colau se jacta de ser progresista y animalista, y sobre todo dialogante. «Barcelona es una ciudad que acoge a los perros» ha declarado con desfachatez en más de una ocasión (véase en Togetherdogs: Carta abierta a Ada Colau, junio 2021). Sus políticas de bienestar animal han sido desastrosas, con la construcción de esos espacios inmundos, reducidos e insalubres llamados pipicanes, por no hablar de la perrera municipal, de la que debería avergonzarse.
No sólo ha prohibido que los perros vayan sueltos en los parques, sino la entrada en algunos de ellos, como en la Tamarita o el Turó Park, alegando, ante tantas quejas de sus dueños, que son parques históricos. Eso sí que tiene gracia. Es probable que ni ella lo sepa, pero en el Turó Park se hacían exposiciones caninas y las personas circulaban por el parque con sus perros y, en un tiempo, incluso se destinó un enorme parterre para el ocio canino. Y de eso no hace tanto.
Pero es que la señora Colau y su equipo no sólo han expulsado a los perros del parque, sino también a las tortugas y los peces del estanque, al que todos los días, al atardecer, acudía una bellísima garza real que le daba realce a esas aguas. Además, han cortado todos los árboles que custodiaban dicho estanque. «Estaban a punto de caerse», alegan sin tapujos, cuando llevaban casi un siglo, y, de ser así, por qué no los han reemplazado, ni siquiera con setos o arbustos, me pregunto. Más hormigón a cambio, al que tan aficionada es nuestra alcaldesa. En definitiva, ahora lo que en su día fue un estanque es una charca con poca agua, que no se renueva y en la que apenas hay nenúfares.
Había también una colonia de gatos que habitaba en una pequeña parcela del territorio del parque y no incordiaba a nadie. Algunos vecinos se habían encargado de esterilizar y alimentar a los felinos. Y uno podría preguntarse si debían estar allí aquellos gatos. Lo único que sí sé es que desde que no hay gatos hay unas ratas inmensas que merodean al oscurecer y suben a los árboles y se comen los huevos e incluso los polluelos de los pájaros.
De noche, el Turó Park es un lugar inhóspito, oscuro, poco iluminado, porque el ayuntamiento se encarga de que así sea (sucede lo mismo en el parque del DIR en el que si uno decide cruzarlo al anochecer debe andar con tiento para no romperse la crisma), donde hay tirones de bolsos, cuando no botellones e indigentes que malviven allí y defecan y comen y ensucian y lo dejan todo perdido. Ahora todo cabe, menos los perros.
Sí, tiene gracia, la verdad, lo de parque histórico, donde se permite la entrada de ciclistas que arrinconan a los viandantes a su paso o legiones de adolescentes que pisotean el césped cuando juegan al fútbol entre griteríos y pelotazos, donde algunos domingos por la mañana se hacen gincamas con desayunos, globos, y una música ensordecedora que perturba el descanso de los vecinos, por no hablar de la época de los petardos, siempre larga, y que ponen en riesgo la vegetación y causan la huida en bandada de los pájaros que anidan en los árboles de ese llamado «parque histórico». Hoy en día, el Turó Park es un reflejo de lo que es Barcelona, un parque sucio, descuidado, con zanjas, bancos pintarrajeados y una iluminación deficiente. ¡Y eso que no hay perros!
«Llamamos a la Guardia Urbana por el ruido y los actos incívicos que hay durante la noche, pero no vienen porque no tienen efectivos», asegura una vecina.
Los propietarios de perros sólo piden un espacio digno para que sus animales puedan correr, dado que los pipicanes no lo son. En el Turó Park bastaba con vallar un parterre —otros alcaldes así lo hicieron con éxito, y no es tan remoto su tiempo—, pero la opción ha sido otro pipican, al que nadie va, por ser un espacio angosto y sin horizonte, y cuyo hedor llega hasta el otro lado de la calle Maestro Pérez Cabrero. Una verdadera porquería, que los veterinarios no se cansan de prohibir si uno no quiere que la salud de su perro se resienta. Una porquería el parque entero puestos a decir, que más que un parque tiene aspecto de merendero.
Es evidente también que los dueños de los perros deben ser tan cívicos como los invasivos ciclistas o los gritones niños o los histéricos padres que cuando ven a un perro es como si vieran una cobra. Pero si somos cívicos, cabemos todos. El civismo señora Colau, campañas de civismo necesita esta ciudad tan sucia, dejada, y abandonada de la mano dios.
Cada vez hay más perros señora Colau. Dialogue de una vez con las instituciones, las asociaciones de vecinos, los representantes de los distritos, los delegados de los barrios o con los propios perros si hace falta. Esa es su responsabilidad. Dialogue y sea participativa (palabra que tanto le gusta) y haga espacios decentes para estos animales que, le gusten o no, son domésticos y, por lo tanto, forman parte de nuestra sociedad. Al menos subiría un punto en las encuestas, que siempre es mejor que cero.
Recapacite y ponga remedio a sus desastrosas políticas de bienestar animal, de lo contrario corre el riesgo de que le suceda lo mismo que le sucedió al protagonista de El observador de caracoles, el espléndido relato de Patricia Highsmith, que, si no lo ha hecho aún, haría bien en leerlo.
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