A Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis y una de las figuras más influyentes del pasado siglo XX, no le interesaron los perros hasta su senectud. Si bien fue él quien, en 1925, le regaló un pastor alemán, Wolf, a su hija Anna para que la protegiera durante sus paseos nocturnos, siempre se había jactado de ser poco amigo de los animales, aunque cuentan algunos biógrafos que, en verdad, lo hizo para fastidiar a su esposa Martha que detestaba a los perros.
Con los setenta años ya cumplidos, fue entonces su hija Anna quien le regaló a su padre una cachorra chow chow, llamada Lün. Freud se entusiasmó con esta raza originaria de China, una de las más antiguas, donde probablemente fue introducida por los tártaros unos mil años antes de Cristo. Lün no tardó en cautivar a Freud. Sin embargo, quiso el destino que esta perra tuviera una vida muy corta. De vacaciones en su casa de campo, en la Alta Baviera, Eva Rosenfeld, una amiga de la familia que debía regresar a Viena, los convenció de que lo mejor para Lün, que estaba a punto de tener el celo, sería que pasara ese periodo en la ciudad, donde estaría más tranquila. No obstante, el día de su partida, en la estación de tren, la perrita se perdió entre la multitud. La buscaron en vano. Cuatro días más tarde, su cuerpo sin vida apareció tendido en las vías del tren. Anna, la hija de Freud, consciente de la tristeza que la muerte de Lün había provocado en su padre, le regaló otra perra chow chow, a la que Freud llamó Jofie.
Jofie se convirtió enseguida en la perra preferida de Freud. No se separaba de él ni un momento, incluso asistía a las sesiones psicoanalíticas, y Freud —tal como reconocería más tarde— necesitaba de su compañía para hacer el diagnóstico del estado mental de sus pacientes. Si Jofie se sentaba junto al paciente era un indicador de que éste estaba relajado; sin embargo, cuando se alejaba significaba que el paciente estaba nervioso o angustiado. Y no sólo eso, si Jofie, tras olisquear al paciente, se escondía gruñendo bajo el escritorio de su amo, Freud ya sabía de antemano parte del diagnóstico. «La gente que le cae mal a Jofie es porque no es trigo limpio», solía decir el psicoanalista.
Freud descubrió que sus pacientes estaban más relajados y receptivos cuando estaba el perro en la consulta.
Como afirmó más tarde su hijo Martin, Jofie se convirtió en su asistenta. Cuando Jofie bostezaba y se levantaba era señal de que habían transcurrido ya los 45 minutos de la sesión; Freud ni siquiera tenía necesidad de mirar el reloj.
Freud amaba profundamente a Jofie. En 1930 escribió a su amiga y ex alumna Lou Andreas-Salomé, otra entusiasta de los perros: «Jofie es una criatura fascinante, interesantísima, incluso en lo que tiene de femenino; un ser indómito, instintivo, cariñoso, inteligente y no tan dependiente como pueden serlo otros perros. Siente uno un gran respeto ante esas almas animales.» Jofie murió de un infarto en 1937. Tenía siete años. Y fue un duro golpe para Freud.
Después de la muerte de Jofie no tardó en llegar otra cachorra chow chow, a la que llamaron Lün Yu en honor a la primera perrita. En 1938, tras la anexión de Austria por parte de la Alemania nazi, Freud, por su condición de judío y por ser el fundador del psicoanálisis, estaba considerado un enemigo declarado del Tercer Reich. Gracias a la intervención de Marie Bonaparte y de su colega, el neurólogo Ernest Jones, la familia consiguió salir de Alemania y establecerse en Londres.
En Inglaterra, los perros que llegaban procedentes de otros países debían pasar una cuarentena, tal como sigue sucediendo en la actualidad. En aquel entonces, la cuarentena era de seis meses. Freud visitaba a Lün Yu a menudo, pero las visitas eran siempre cortas, lo que apenaba profundamente al psicoanalista, que estaba ya muy enfermo. Padecía cáncer de boca y la enfermedad estaba en un estado bastante avanzado. No vivió mucho tiempo más, murió en septiembre de 1939 a los ochenta y tres años.
Los perros de Sigmund Freud fueron un incentivo diario para el padre del psicoanálisis.
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