Como todos los viernes por la mañana, aquel 14 de octubre de 2016 estaba en el bar del hotel Mandarín, en el Paseo de Gracia de Barcelona, esperando a Laurent, mi profesora de inglés, para la clase. No sabía por qué, pero aquel viernes Laurent se retrasaba. Unos minutos más tarde la vi bajar las escaleras de dos en dos, venía acalorada y con el rostro demudado. «¿Qué pasa?», le pregunté, algo inquieta. «Acabo de ver a dos perros encerrados en una jaula junto con unas ratas enormes», me contestó horrorizada.
Y entonces me explicó que cerca de la estación de ferrocarril de Llinás del Vallés, donde ella cogía el tren a Barcelona, había visto en el patio de una casa dos perros —un galgo y un gos d´atura (un perro pastor catalán)— encerrados en una jaula, con cristales en el suelo y, lo peor, dos ratas merodeando por allí.
Llamamos enseguida al ayuntamiento del pueblo para ponerles al corriente, pero no nos hicieron el menor caso. Al ver que no se movilizaban, decidimos presentarnos allí al día siguiente para ver qué podíamos hacer.
Era sábado. La jaula podía verse desde la carretera, se hallaba en el interior de un patio, donde había también una casucha. Me acerqué a la jaula y vi que había un galgo delgadísimo al que se le marcaban todas las costillas y un perro pastor con el pelo enmarañado, sucio, muy delgado y con un ojo mal. Los perros convivían con toda clase de insectos y había un agujero en la tierra por el que vi meterse una rata. También había trozos de cristales por todas partes y una manta asquerosa. Me quedé sobrecogida del estado en el que se hallaban ambos animales.
En aquella casa parecía que no viviera nadie, tampoco había timbre. Llamamos a la puerta varias veces y como nadie respondía pegamos un par de gritos a ver si acudía alguna persona, pero nadie respondió. Fuimos a la casa de al lado, pero corrimos la misma suerte.
«Era evidente que no los podíamos dejar allí, pero…, ¿qué podíamos hacer?»
Como la jaula estaba en el interior del recinto, no quedaba otra cosa que saltar la pequeña valla. Y, la verdad, no lo pensamos dos veces: saltamos. Una vez dentro pudimos constatar el mal estado y las condiciones de insalubridad de aquellos perros, que, en cuanto nos vieron se acercaron y se dejaron acariciar. Debo decir que se me saltaron las lágrimas al ver el estado en que estaban aquellos animales, y que, en cuanto nos vieron, aún movieran la cola. Era evidente que no los podíamos dejar allí, pero…, ¿qué podíamos hacer?
Decidimos regresar al Ayuntamiento y denunciar la situación. En esa ocasión nos dijeron que pasarían a verlos, pero que no sabían cuándo. Ante tal pasividad, le dije a Laurent: «Yo vuelvo a la casa y espero a que venga el dueño, o al menos un vecino, a ver si averiguamos algo».
Volvimos a la casa y llamé a la puerta, y después grité hasta desgañitarme, pero no obtuvimos ninguna respuesta. Salté la valla, y mientras les ponía a los perros un poco de agua de una botella, una mano me agarró del hombro. Pegué un grito, me di la vuelta y vi a un hombre mayor, de aspecto muy desaliñado que me agarró la chaqueta y empezó a gritarme: «¡Qué coño hace aquí!, ¡lárguese, fuera de mi propiedad!».
«Grité hasta desgañitarme pero no obtuvimos ninguna respuesta».
Mis intentos por tranquilizarlo resultaron en vano, creía que iba a golpearme con su bastón, y entonces le arrojé el agua que quedaba en la botella. El pobre hombre se quedó sin aliento. Enseguida me disculpé y le dije que sólo quería ver a los perros y ayudarlo. Pero él solo gritaba que me fuera, sacándome a empellones con todas sus fuerzas.
Salí de su casa, y me fui directamente al supermercado del pueblo, creyendo que si le llevaba algo de comida tal vez podría engatusarlo y se ablandaría. Compré jamón, queso, fruta, vino, y comida para los perros. Regresé a su casa, y en cuanto me vio allí de nuevo empezó a increparme a pleno pulmón. Al percatarme del cariz que estaba tomando la situación, opté por dejar el paquete de comida en la puerta, y me marché. Mi táctica del engatusamiento había fracasado.
Mis intentos por tranquilizarlo, resultaron en vano, creía que iba a golpearme con un bastón.
Al día siguiente volví con más comida y, en cuanto me vio, el hombre volvió a gritar que me marchara. «Sólo me interesan sus perros —le dije—, se los quiero comprar, o al menos déjeme comprarles comida y una cama». Pero él seguía gritando que me marchara de allí.
Pasó un tiempo de tira y afloja, mientras yo seguía llevándole comida con la intención de que pudiéramos llegar a un acuerdo. Creo que al final se hartó de verme y, al cabo de unos días, me dejó sacarlos de la jaula. Laurent y yo los llevamos a pasear. Limpiamos la jaula y les pusimos unas camas, pero como el suelo era de tierra, no tardó en ensuciarse de nuevo. Además, también estaban las ratas, y no sabíamos cómo hacer frente al peligro que éstas entrañaban.
Aún recuerdo la mirada de agradecimiento de aquellos perros. Hacía tiempo que no salían de la jaula y les costaba moverse. Días más tarde, el hombre permitió que los lleváramos al veterinario, donde los bañaron, los vacunaron y les pusieron el chip. Nunca habían estado en el veterinario, todo era nuevo para ellos. Y, por fin, al cabo de unas semanas, ocurrió el milagro. El hombre me dijo que me los vendía.
Al galgo enseguida lo adoptaron, pero el gos d´atura, que era una hembra, como ya tenía 10 años y estaba casi ciega, nadie la quería. Así que decidí llevármela a casa conmigo.
Ahora hace ya dos meses que Maca murió, y desde hacía cuatro ya sabía que ese terrible momento llegaría, pero no era consciente de la tremenda tristeza que podía llegar a sentir. Cuando entro en casa y no la veo, me invade una gran tristeza. Sólo me consuela pensar que durante los cinco años que vivió conmigo, mi perra fue muy querida por todos.
Quien convive con un animal conoce el vínculo que se establece entre ambos. El dolor no va asociado a quien se pierde, si no a la relación que se ha establecido entre los dos. Un perro te enseña el valor de la vida, pero también lo duro que es aceptar la muerte.
Nunca entenderé el motivo del maltrato, desamparo o negligencia hacia los animales.
Lamentablemente, el abuso hacia los animales, sigue siendo un problema en nuestro país. Pero del mismo modo que hay personas crueles, también hay otras que luchan por su protección y sus derechos. Y para que esta lucha adquiera fuerza y mayor arraigo es importante que la gente denuncie a los maltratadores con el fin de que se apliquen las sanciones correspondientes. Esperemos que las nuevas leyes de protección animal comporten mayores sanciones y penas mucho más duras que las actuales para quien maltrata a un animal.
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