Señora Colau:
Confieso que no deja de sorprenderme todas las veces que la he oído afirmar en diversos medios de comunicación que Barcelona es una ciudad que ama a los perros. No deja de sorprenderme porque si tenemos en cuenta las políticas del Ayuntamiento en cuestión de bienestar animal, éstas no pueden ser más desastrosas.
Todos los años, el Ayuntamiento lanza campañas de sensibilización en favor de la adopción de animales de compañía. Sin embargo, ¿cómo responde el consistorio a estas campañas de adopción?, ¿qué recursos ofrece al ciudadano, con qué medidas lo ampara para que el perro adoptado pueda satisfacer sus necesidades? ¿Dispone el perro de parques para correr y jugar? ¿O de playas lo suficientemente amplias —más de una requeriría una ciudad como la nuestra— donde no tenga que estar hacinado junto a otros de su condición? ¿Puede ir suelto, siempre y cuando no suponga un peligro para los viandantes, como iba antes de su llegada al Ayuntamiento? Ada Colau y los perros, dicen algunos, llevándose las manos a la cabeza.
Con sus más y sus menos, Barcelona ha sido siempre una ciudad amante de los perros, pero la política animalista del Ayuntamiento nunca ha sido tan nefasta como desde que es usted alcaldesa; por ceñirme a los perros, naturalmente. Barcelona supera los 180.000 perros censados y la curva va en aumento, lo que significa que a mayores necesidades mayores recursos. No voy a ser yo quien se lo diga. Usted sabe bien las numerosas protestas que hay y ha habido por parte de los propietarios de perros y de las asociaciones y protectoras caninas —indignadas por el recorte de las subvenciones que pensaba usted llevar a cabo y que ha sido necesaria la protesta masiva para que rectificara—, que reivindican que los perros que obedezcan a sus amos puedan ir sueltos (como permitía antes la normativa), la reapertura de los parques a horas tempranas, zonas de recreo decentes, más playas —no un trozo de la playa de Llevant con un aforo limitado de sesenta perros—, y la creación de una comisión de trabajo mixta entre las asociaciones animalistas y el consistorio barcelonés, entre otras; reivindicaciones todas ellas ante las que usted y sus acólitos han reaccionado con la más absoluta indiferencia.
La prohibición de los perros en algunos parques de la ciudad (el Turó Park se merece un artículo aparte) o la obligación de tener que ir atados para poder acceder a ellos es algo antinatural, señora Colau, y contradictorio con su frase a la que he hecho mención al principio: «Barcelona es una ciudad que ama a los perros». El perro es un animal doméstico y, como tal, forma parte de la sociedad. En este sentido, es tarea del Ayuntamiento fomentar la convivencia entre perros y personas, pero no apartándolos, aislándolos o recluyéndolos como si fueran caimanes. Para fomentar la adopción es preciso fomentar la convivencia, no es posible lo uno sin lo otro, señora alcaldesa.
La solución del Ayuntamiento ante tanta queja ha sido la construcción de los pipicanes —áreas de recreo lo llama con desfachatez el departamento de Medio Ambiente y Sostenibilidad— recintos de dimensiones siempre insuficientes, donde los perros no pueden correr, apenas jugar, y donde solo olfatean orines, porque no hay un solo árbol, matorral, matojo o hierbajo que recuerden a un espacio natural, solo arena, arena meada y, en muchos de ellos, unos cubos o amagos de esculturas —algo lúdico dirían ustedes—, no sé aún con qué intención, porque no hay perro que juegue o se suba encima.
Sus pipicanes, señora Colau, son rincones insalubres, donde las bacterias y los virus campan a sus anchas, y que están muy lejos de reunir las condiciones higiénicas y sanitarias (deberían limpiarse a diario; dicen ustedes que así se procede, pero no es cierto) que garanticen la salud del animal y de sus dueños, una de las razones por la que los veterinarios no se cansan de desaconsejarlos e incluso prohibirlos, visto el incremento de enfermedades y trastornos que se ven forzados a tratar desde que éstos existen.
El pipicán de la calle Ganduxer, por citar solo uno, ha despertado la indignación de los vecinos, que llevan soportando con estupor e impotencia las emisiones de gas metano de las torres de ventilación de los depósitos de aguas pluviales que hay debajo del parque. A ello se suman los ladridos de los perros, ahora todos concentrados en el reducido recinto, ladridos con los que antes se convivía sin problema por disponer los animales de todo el parque del DIR para jugar y hacer ejercicio, y no de ese reducto indecente, donde los perros se concentran, como peces sin oxígeno, buscando espacio. O el pipicán de la Travesera de Gracia, 253, o el de la Granvía con la calle Nápoles —en este último un perro se lesionó con esas piezas de hormigón a las que usted es tan aficionada—, dos solares infectos, sin sombra, donde en verano se cuecen los perros y los dueños con ellos; de nuevo parcelas de tierra, donde los perros más que correr solo pueden aspirar a jugar a los cuatro en raya. El hedor a orines es insoportable, naturalmente porque queda impregnado en la arena y no hay ya quien lo quite. Por no mencionar lo que sucede el día que llueve, cuando esos malditos pipicanes se convierten en auténticos barrizales.
Señora Colau una mala gestión en política animal pone en evidencia una manera de hacer y de estar en el mundo. Basta visitar la perrera municipal y sus instalaciones para sentir sonrojo, ¿cómo es posible que Barcelona, la «ciudad que ama a los perros» no disponga de unas instalaciones dotadas de los servicios básicos para albergar y tratar con decencia a sus animales abandonados o maltratados? ¿Cómo es posible que usted se vanaglorie de su gestión en materia canina? De verdad, ¿no le da vergüenza?
Dice mucho, y dice mal, de una ciudad que no trata bien a sus animales. Reflexione sobre ello, señora Colau, porque usted y sus secuaces son los únicos responsables de este desastre. Ya lo señaló en su día, y no sin acierto, Jacinto Antón en su artículo en El País: «¡Colau al pipicán!», puede que tuviera razón, no le vendrían mal unos días recluida en uno de ellos, oliendo orines y con los ojos irritados por la arena para darse cuenta de que no les falta razón a mis palabras, que no son solo mías sino también de muchos otros que no han tenido ocasión de decírselas.
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