En medio de una manifestación antitaurina, un muchacho sostiene una pancarta a la entrada de la plaza de toros. Una mujer que llegaba para ver la corrida le espeta: «Tú mucho defender a los toros, pero bien que te comes a las vacas». Con esta frase y seguramente sin proponérselo, esa mujer cambió la vida de Ismael López Dobarganes y, de paso, la de los más de 1750 animales que han tenido la oportunidad de ser felices lejos de la explotación de las granjas, de nacer en libertad, de recuperarse de las heridas físicas y del alma o de morir rodeados de amor y cuidados en la Fundación Santuario Gaia.
La historia de este centro vegano de rescate y recuperación para animales considerados de granja está hecha de sueños y pequeños milagros. Gaia es un paraíso escondido entre los bosques y montañas de Camprodón, en el Pirineo catalán, donde conviven en armonía especies tan distintas como cerdos, gallinas, vacas, burros, ocas y ovejas. Cada uno de ellos tiene nombre propio y una historia seguida por más de un millón y medio de personas en todo el mundo.
Cuando Ismael y el veterinario Coque Fernández fundaron este Santuario en octubre de 2012 no imaginaban que el lugar se convertiría en el centro de un movimiento social que rechaza el sufrimiento y la muerte de los «animales no humanos», como ellos los llaman. Casi diez años después, ambos se mantienen firmes en su política de acudir a todas las llamadas, por muy extremos o imposibles que sean los casos. Así, han conseguido salvar la vida a animales que se han caído o escapado del camión que los conducía al matadero. Se han dejado la piel en curar enfermos ya desahuciados y han sido noticia en los medios de distintos países. Comparten cada rescate con sus seguidores, que los acompañan también en las aventuras cotidianas del Santuario. Su trabajo ha inspirado a muchos nuevos veganos, algunos de ellos conversos tan improbables como el ganadero que les cedió una vaca anciana y, después, abandonó el consumo de carne para siempre.
En el Santuario Gaia se han dejado la piel en curar enfermos ya desahuciados y han sido noticia en los medios de distintos países por su admirable labor.
Detrás de estos logros están la energía y el carisma de Ismael, que es lo más parecido a una fuerza de la naturaleza. Sevillano de nacimiento, poseedor de una profunda fe religiosa, tiene el carácter de un toro bueno y una vitalidad que le rinde desde las tres y media de la mañana, cuando se levanta aún a oscuras para hacer oración, hasta la hora en que se oculta el sol tras las montañas de Camprodón.
Imparable, reparte biberones, recorre el Santuario para jugar con sus «hijos» —como él llama a todos los habitantes de Gaia—, redacta informes y relata su día a día en directo. Toca la guitarra y escribe. Ha publicado Animales como tú, para convencernos de lo mucho que nos parecemos unos y otros. En sus primeros seis meses, el libro vendió más de quince mil ejemplares. Tiene un segundo manuscrito en ciernes y, al comienzo de esta entrevista, nos da la primicia de un lanzamiento para el mes de mayo. «No lo he contado a nadie —nos dice— es algo especial para los niños, que nos hace mucha ilusión, y vosotros sois los primeros en saberlo». Está convencido de que el cambio tiene que empezar por enseñar a los pequeños que los animales no deben ser esclavos del capricho humano.
Y, por último, después de todo esto, aún le queda tiempo para cuidar de una gran cantidad de plantas. «A la vida le falta algo si no hay verde en ella», asegura. Con un fondo de calateas, ficus, marantas, pileas y enredaderas, Ismael nos saluda desde Camprodón, donde vive con Robert, su pareja, con Coque Fernández, veterinario y cofundador, y con los voluntarios y demás miembros del equipo. Con una sonrisa franca y familiar, Ismael empieza a contarnos cómo pasó de trabajar en el mundo financiero, a cuidar de los casi 500 animales que hoy viven felices en el Santuario.
¿Quién era Ismael antes de la Fundación Santuario Gaia?
Era el supervisor nacional de una entidad financiera, y lo dejé todo para dedicar mi vida a los animales. Me hice vegano, me di cuenta de que tenía que reparar el daño que les había hecho, porque fui partícipe de ello y, por eso, decidí que iba trabajar para salvarlos y concienciar a la sociedad. Entré en la organización Anima Naturalis, era el coordinador de Baleares. Allí, conseguimos prohibir los circos con animales en trece municipios, y la comunidad vegana fue creciendo cada vez más. Luego me entraron unas ganas enormes de crear un paraíso para los animales que pudiera rescatar, y aquí estamos.
¿Tuviste miedo antes de dejarlo todo para lanzarte a crear ese paraíso?
Sí, pero lo tenía muy claro. Desde pequeño había sentido una conexión especial con los animales, y cuando descubrí el daño que les estábamos causando por comernos, por ejemplo, un trozo de queso, me impactó. Me di cuenta de que el mundo no es consciente de ello, porque cuando vamos al supermercado nos encontramos los alimentos preparados y empaquetados y no podemos imaginar el sufrimiento que hay detrás.
¿Cómo es la experiencia de construir un santuario como Gaia?
Los inicios del Santuario fueron muy duros, porque sólo contábamos con el sueldo de Coque, el otro fundador. Él trabajaba como veterinario en una clínica, y a veces no teníamos ni para comer nosotros porque priorizábamos alimentar a los animales, así que pasábamos hambre y necesidades. Pero luego fue cada vez mejor, más gente empezó a conocernos y a concienciarse con las historias que contábamos a través de las redes sociales. Fue una bendición del cielo.
En sus casi diez años de historia, el Santuario ha conseguido más de un millón y medio de seguidores de todo el mundo.
Sí. Es bonito porque la Fundación Santuario Gaia no solamente somos Coque y yo —que somos los fundadores y los que vivimos aquí—, sino que sois todos los que de alguna manera colaboráis con el Santuario, tanto económicamente como difundiendo la labor que hacemos. En las redes sociales se nota muchísimo el cariño de la gente que está siempre apoyándonos en los momentos buenos y malos. Reconforta saber que no estamos solos.
Estás cerca del sufrimiento de los animales y eres testigo de la crueldad con que son tratados. Sin embargo, siempre hablas en términos de amor y comprensión en lugar de estar resentido o enfadado.
El discurso del amor me viene por mi fe en Jesucristo. Cuando pienso en el sufrimiento que causamos a los animales me da rabia, pero hace años entendí que el amor es lo único que puede cambiarlo todo y, por eso, en el Santuario, nuestro discurso es de amor y comprensión. Nosotros no somos mejores que los demás. Antes de ser vegano yo también contribuía al sufrimiento de los animales, en eso no soy diferente. La única diferencia es que yo tomé conciencia, abrí los ojos y cambié. Mi trabajo tiene que servir para convencer, con amor, a quienes aún no son conscientes de esta realidad.
Además de amigos, en las redes sociales también hay muchos haters. ¿A ellos también les respondes con amor?
Absolutamente. En las redes hay ya demasiado odio como para añadir más. Cuando entras en las publicaciones del Santuario o de mi cuenta personal verás que todos los comentarios son positivos. Desde el amor marcamos la diferencia. Cuando tú quieres convencer a alguien, si le atacas, se defenderá. En cambio, si le hablas con amor abrirá el oído y estará más dispuesto a cambiar. Pero cuesta, ¿eh? Según qué casos a veces me pongo a rezar y digo: «Señor dame paciencia porque esto es inaguantable». (Risas).
Háblame del papel de tus escuderos en la Fundación. Para empezar, de Coque Fernández que lo fundó contigo y es parte de la columna vertebral del Santuario.
Coque… ¿Qué te puedo decir? Gracias a él existe la Fundación. Entrega su vida por completo al Santuario y lleva una gran carga emocional sobre su espalda, porque, como es el veterinario, se siente responsable cuando un animal enferma o muere. Le pesa cada muerte, pero no puede hacer más de lo que ya hace por ellos. Ten en cuenta que a nosotros nos llegan animales en condiciones terribles, por la situación de explotación que han padecido, y a veces solo podemos acompañarlos y darles amor en sus últimos momentos.
También están Lía y Robert…
Cuando Lía no está se nota muchísimo. Siempre decimos que es la «mami» del Santuario, porque ella nos cuida a todos, está pendiente de animales y humanos. También está José que es el encargado de las vacas y los animales grandes, y Robert, que es una persona muy servicial y una bendición tenerlo en el Santuario porque desde que él está, va mejor. Se encarga de todo. Es el comodín: está en todos lados y vale para todo. Con todos ellos formamos una familia muy bonita.
¿Cómo es esa convivencia entre humanos y animales?
A veces es complicada porque somos muchos. Ahora mismo hay aquí unas veinte personas, entre trabajadores y voluntarios, conviviendo las 24 horas, y es normal que surjan problemillas, porque emocionalmente vivimos en una montaña rusa. Hoy estamos contentos porque rescatamos una oveja, y a lo mejor mañana se nos muere uno de los que están enfermitos, y eso es duro. Uno crea vínculos con los animales y cuando se te muere uno que has estado cuidando, tú también estás mal, y eso afecta a la convivencia. A veces llevas muchos meses trabajando para rescatar un animal y éste se muere antes de que lo consigas. Eso realmente te destroza el corazón. Hay un gran desgaste emocional que vivimos en silencio porque muchos de estos casos no los compartimos en las redes sociales. Así que tenemos que afrontar el dolor, intentar que la familia esté bien y nos apoyemos unos a otros.
Consideras el veganismo como el siguiente paso evolutivo del ser humano y piensas que un mundo mejor no es posible sin ello. En esa tarea también te ayuda Robert que publica sus recetas veganas en las redes.
Es curioso, porque cuando lo conocí y lo traje al Santuario él no era vegano. Le di un paseo por el lugar, vio los animales y al terminar me dijo: «Me has jodido la vida», y yo pensé, qué estúpido, ¿no? ¿cómo que te he jodido la vida? Y me dijo: «ahora cómo voy a comer animales después de haber conocido a Paola, Valentín, Estefano…, ahora ya no puedo comérmelos». Y, ese mismo día, se hizo vegano.
Posteriormente, cuando lo vi cocinar, le sugerí: esta receta que estás haciendo ponla en las redes porque hay gente que, igual que tú, está dando ahora mismo el paso y no se le ocurre qué preparar. Y así empezó.
En el libro Animales como tú, explicas que los animales considerados de granja, y que usamos para nuestro consumo, son, en realidad, muy parecidos a nosotros.
Es que nosotros somos animales como ellos, y eso se nos ha olvidado. Hemos desconectado de la naturaleza y no la entendemos. Vivimos en las ciudades y nos lo dan todo hecho, pero no tenemos contacto con la tierra. Cuando lees el libro, te das cuenta de que no hay diferencia. Los cerdos, las vacas, las gallinas, tienen sentimientos como nosotros y les pasan las mismas cosas que a nosotros, se enamoran, se entristecen, hablan, tienen su lenguaje con sonidos diferentes. Los humanos no somos los únicos capaces de sentir dolor, alegría o amor, ni somos la única especie inteligente. En realidad, somos los más tontos, porque nos matamos entre nosotros y destruimos el único planeta que tenemos para vivir. No tenemos otro sitio a dónde ir, pero nos lo estamos cargando igual.
En el Santuario los animales son seres con personalidad y tienen nombre propio. La gente los reconoce y sigue sus historias. Un caso especial es el de Samuel, el toro que significó un antes y un después para ti.
Samuel fue mi niño. Cuando lo rescatamos era un ternerito de cuatro días, nacido en una granja lechera, donde iban a enviarlo al matadero. Se estaba muriendo, y yo dormí con él los primeros meses para cuidarlo, eso hizo que creáramos un vínculo muy fuerte de «padre e hijo». Hubo una conexión tan grande que cuando le hablaba, él me entendía perfectamente, y con sólo mirarlo, yo sabía lo que él quería. Eso traspasó la pantalla y la gente se enamoró de Samuel. El día que falleció, lo pasé muy mal. Ahora esa herida está curada, la verdad, pero Samuel fue muy especial, y sé que me cuida y me ayuda desde el cielo.
Y según has contado a tus seguidores, Samuel te llevó a África a ver elefantes.
El año pasado, todas las semanas soñaba en que se me presentaba un elefante que me acariciaba la cara con la trompa y me decía «te quiero». Cuando lo miraba, se transformaba en Samuel y abría la boca para hablarme, pero yo no le escuchaba. Me despertaba angustiado, y eso duró seis meses, hasta que decidí ir en busca de ese elefante. Pensé, esto es una señal. Yo creo mucho en las señales, por eso me fui a Tanzania. Allí pasó algo muy bonito con todos los animales y con los elefantes. Una elefanta, una matriarca, vino hacia mí, apoyó su trompa en mi frente, me presentó a su hija que tenía tres días de vida y a toda su familia. Estuve con ellos, me aceptaron como si fuera uno más y, a partir de entonces, pasaron cosas extraordinarias con los animales en Tanzania. Todo eso lo contaré en el siguiente libro.
Qué es lo más difícil en esta vida tuya. ¿Quizás ver morir a algunos animales o no poder rescatar a muchos de ellos?
Para mí realmente lo más difícil es la gente —dice, con un suspiro tras pensarlo unos segundos—. Porque la muerte de los animales…, bueno lo pasas muy mal, pero hay gente que aprovecha esos momentos en los que estás hundido para hacerte daño en las redes sociales. Entre nosotros mismos, entre las propias organizaciones animalistas hay egos, envidias, maldad, como sucede en todos los ámbitos donde están los humanos. Llevo muy mal las discusiones entre los animalistas porque, que yo tenga que discutir con un ganadero, me parece lógico, es mi trabajo. Pero que tenga que discutir o perder energía con compañeros de lucha…, se me cae el alma.
Hay mucha gente que nos comprende, pero también hay otra que nos hace daño. Lo que pasa es que las cosas malas no las contamos, porque hay demasiadas noticias negativas en el mundo y siempre digo que yo valgo más por lo que callo que por lo que hago. Nosotros solo queremos dar noticias positivas que son las que llenan el corazón y mantienen la fe en el género humano.
Y entre los que os apoyan, están los voluntarios, que llegan de todas partes.
Lo de los voluntarios es de las cosas más bonitas que ocurren en el Santuario, vienen de todo el mundo y tenemos una casa solo para ellos. El voluntariado puede durar entre dos semanas y seis meses. Y lo increíble es que cuando terminan, todos se van llorando. Imagínate qué experiencia para esa gente que vive en la ciudad, y de repente se ve aquí, en medio del Pirineo, en las montañas, rodeada de animales. Al principio les cuesta, la primera semana es muy dura porque aquí la rutina es otra. Nosotros vivimos con el sol: cuando sale el sol empezamos a trabajar y terminamos cuando se oculta. Y hay mucho trabajo físico y emocional también. Pero cuando los voluntarios se van, son personas totalmente diferentes y muy llenas de amor, que es lo más importante. Lo que hace falta en este mundo es amor, y aquí somos una fábrica de crear amor. (Ríe).
En las redes, muestras la cotidianidad de tu casa, que siempre está llena de crías de diferentes especies: cerditos que corretean, corderos que saltan por todas partes, biberones, juegos, y pequeños desastres. ¿Cómo gestionas eso?
Es una locura, pero a mí me da igual si la casa huele mal, si está todo perdido, porque tengo esa sensación de saber que sí, en efecto, la casa está mal, pero he salvado una vida, ¿no?
En teoría ellos están en casa por un periodo corto de tiempo, mientras se recuperan. Cuando se curan pasan a vivir fuera con los demás animales. Pero al final, en mi casa siempre hay guardería porque cuando sale uno, entra otro nuevo. Estoy acostumbrado a dormir poquísimo, a dar biberones de madrugada, y cuando no tengo ningún bebé me falta esa vidilla, porque dan trabajo, pero también mucha alegría.
Como sé que eres un hombre de fe, quiero terminar esta conversación preguntándote ¿Cómo te imaginas el paraíso? ¿Cómo te imaginas el momento en el que abandones esta vida? Pues yo me imagino… —por primera vez en toda la entrevista, desaparece la sonrisa de su cara y se le llenan los ojos de lágrimas—, perdón, me emociono, ¿eh? Es una pregunta bonita… Me imagino que vienen a recibirme «mis niños», todos los animales que he ido rescatando a lo largo de estos años y que se han ido. Imagino que el primero que vendrá a recibirme será Samuel, y tras él, los demás. Por eso no le tengo miedo a la muerte. Creo que, si voy al cielo, si consigo ganármelo, es así como va a ser.
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